AZUL PLOMO
Por: Janet Gaspar
Fueron
treinta y tres, eso dijeron. Lo supe un día después porque había estado
demasiado asustada para informarme antes. De todas formas quien lo dijo fue la
gente, pero creo más en ellos, los otros dicen
que aquí nunca pasa nada.
Ayer
estaba en la escuela junto al jardín botánico, Raúl se estaba comiendo la
sábila de nuevo y yo lo regañaba, no sé por qué lo hace si tiene un sabor desagradable,
Raúl siempre hace cosas raras.
Recuerdo
que miré al cielo, el sudor corriendo por mi frente y escuché el primer tiro.
Quise creer que era algún niño jugando con cohetes o quizás algún motor que se
había sobrecalentado y explotado, pero no había manera de hacer oídos sordos a
aquello.
Uno
tras otro y ya no hubo manera de negar la verdad.
La
gente dice que fueron treinta y tres, se pasa la cifra de boca en boca, primero
de doña Juana la de la tienda que le dijo a Don Ramiro del depósito que se lo
cuenta al señor de la esquina.
Fueron
treinta y tres y no importa si fueron más o menos porque ahora todos sabemos la
verdad y la verdad es que fueron treinta y tres.
Mi
madre esta sentada en la mecedora con la mirada pérdida, ella es muy nerviosa,
se asusta de todo y se pone a llorar, pensé que ya se había acostumbrado.
—¡Uno
no puede acostumbrarse a esto Catalina, nunca! —Y llora como una niña pequeña.
Yo le acaricio la cabeza, casi en el mismo gesto con el que mimo a uno de mis perros
cuando se ha lastimado la pata.
Hace
un par de años cuando todo esto empezó parecía casi un mal sueño, como si de un
momento a otro fuéramos a despertar dándonos cuenta que era una pesadilla, pero
no fue así.
Ya
no puedes salir de noche, ya no puedes caminar con libertad, ya no puedes ir de
fiesta, ya no puedes caminar a la tienda si no hay suficiente luz, ya no puedes
coquetear con la oscuridad, es un pecado ser muy guapa, no te acerques a las
camionetas negras, desconfía de todos, no franquees un carro que se ha
detenido, no uses el claxon, fíjate con quien peleas, no digas la palabra
prohibida.
Era
irreal, era risible, era frustrante y creímos que acabaría, que alguien nos
regresaría la juventud que perdíamos, la libertad que habíamos tenido, la risa
que antes era tan natural.
Hoy
no hay nadie en la escuela, yo he venido, no sé porqué he venido, el portón
está cerrado pero me metí por un hoyo, los pasillos están desolados, los
salones vacíos, no sé que espero, no sé que busco, pero sé que me duele en la
garganta y me llena los ojos de cristal.
—Fueron
treinta y tres. —Es un murmullo que crece, que se expande, que casi se vuelve
un desgarrador grito.
Tengo
miedo y no quiero tenerlo, tengo rabia y no sé a dónde llevarla, tengo miseria,
¡tanta miseria!
Ayer
cuando nos dimos cuenta que estábamos en peligro apenas si alcanzamos a vernos
con ojos asustados, Raúl y yo, él aún con la penca de sábila en la boca, por un
momento no nos hemos movido, como si los consejos y las indicaciones se
volvieran completamente ajenas a nuestro conocimiento. Y entonces ha ocurrido.
Dolor.
Me
he dejado caer al suelo más por inercia que por verdadera intención, Raúl se ha
tirado encima de mí, cubriendo mi cabeza con su brazo, casi asfixiándome contra
el suelo.
Hay
sangre en mi brazo, no puedo creerlo, las balas perdidas le pasan a otras
personas no a mí, los heridos que nunca aparecen en el periódico son fantasmas,
seres que en realidad nunca existieron. Pero hay sangre en mi brazo y me doy
cuenta de que me he convertido en ese “supiste” en ese “dicen”, un susurro más
que la gente se comunicara en murmullos.
Raúl
está temblando, su cuerpo aplasta el mío, su mano tirita mientras me sostiene
baja la cabeza, no gritamos, estamos ahí sintiendo que nunca en la vida
habíamos sabido lo que es el miedo hasta ese momento.
Fueron
treinta y tres y los tiraron a la fosa común, no, fueron treinta y tres y los
deshicieron en acido, no, fueron treinta y tres y les cortaron a todos la
cabeza.
Estamos
uno sobre el otro hasta que los tiros dejan de escucharse y aun así nos
quedamos ahí un momento más, mi brazo ya ni siquiera duele, ha sido un rozón,
me lo repito para creérmelo, ha sido un rozón, me lo limpio con agua, Raúl lo
venda torpemente con un pedazo de tela, ni siquiera tengo que ir al hospital.
Fueron
treinta y tres y desde entonces la ciudad tiene algo de paz, porque treinta y
tres pares de ojos cerrándose el mismo día es mucho incluso para ellos.
Vuelvo
a casa y en el camino la gente sigue su vida como si nada estuviera pasando, a
pesar de que el cielo azul tiene ahora plomo. No puedo creer que no lo vean,
que no se den cuenta que no hay nubes, que la inmensidad se ha pintado de
muerte.
Fueron
treinta y tres pero no lo digas porque en realidad nadie lo sabe aunque todos
lo sepan, no lo digas porque alguien puede escuchar… siempre alguien equivocado
puede escuchar.
Treinta
y tres y mi madre llora, Raúl lo sabe y la gente lo cuenta, treinta y tres que
en realidad nunca existieron porque nadie los llora ni son enterrados, ni
tienen familia, casi como si mataras una mosca.
Fueron
treinta y tres y seguro el mundo hubiera seguido adelante sin prisas si
hubiéramos sido treinta y cuatro.
Magnífico relato, Janet.
ResponderEliminarInquietante
Besos
Me encanto, muy intrigante.
ResponderEliminar¡Un abrazo!