lunes, 18 de noviembre de 2019

Azul Plomo (Historia)

AZUL PLOMO
Por: Janet Gaspar
Fueron treinta y tres, eso dijeron. Lo supe un día después porque había estado demasiado asustada para informarme antes. De todas formas quien lo dijo fue la gente, pero creo más en ellos, los otros dicen que aquí nunca pasa nada.
Ayer estaba en la escuela junto al jardín botánico, Raúl se estaba comiendo la sábila de nuevo y yo lo regañaba, no sé por qué lo hace si tiene un sabor desagradable, Raúl siempre hace cosas raras.
Recuerdo que miré al cielo, el sudor corriendo por mi frente y escuché el primer tiro. Quise creer que era algún niño jugando con cohetes o quizás algún motor que se había sobrecalentado y explotado, pero no había manera de hacer oídos sordos a aquello.
Uno tras otro y ya no hubo manera de negar la verdad.
La gente dice que fueron treinta y tres, se pasa la cifra de boca en boca, primero de doña Juana la de la tienda que le dijo a Don Ramiro del depósito que se lo cuenta al señor de la esquina.
Fueron treinta y tres y no importa si fueron más o menos porque ahora todos sabemos la verdad y la verdad es que fueron treinta y tres.

Mi madre esta sentada en la mecedora con la mirada pérdida, ella es muy nerviosa, se asusta de todo y se pone a llorar, pensé que ya se había acostumbrado.
—¡Uno no puede acostumbrarse a esto Catalina, nunca! —Y llora como una niña pequeña. Yo le acaricio la cabeza, casi en el mismo gesto con el que mimo a uno de mis perros cuando se ha lastimado la pata.
Hace un par de años cuando todo esto empezó parecía casi un mal sueño, como si de un momento a otro fuéramos a despertar dándonos cuenta que era una pesadilla, pero no fue así.
Ya no puedes salir de noche, ya no puedes caminar con libertad, ya no puedes ir de fiesta, ya no puedes caminar a la tienda si no hay suficiente luz, ya no puedes coquetear con la oscuridad, es un pecado ser muy guapa, no te acerques a las camionetas negras, desconfía de todos, no franquees un carro que se ha detenido, no uses el claxon, fíjate con quien peleas, no digas la palabra prohibida.
Era irreal, era risible, era frustrante y creímos que acabaría, que alguien nos regresaría la juventud que perdíamos, la libertad que habíamos tenido, la risa que antes era tan natural.
Hoy no hay nadie en la escuela, yo he venido, no sé porqué he venido, el portón está cerrado pero me metí por un hoyo, los pasillos están desolados, los salones vacíos, no sé que espero, no sé que busco, pero sé que me duele en la garganta y me llena los ojos de cristal.
—Fueron treinta y tres. —Es un murmullo que crece, que se expande, que casi se vuelve un desgarrador grito.
Tengo miedo y no quiero tenerlo, tengo rabia y no sé a dónde llevarla, tengo miseria, ¡tanta miseria!
Ayer cuando nos dimos cuenta que estábamos en peligro apenas si alcanzamos a vernos con ojos asustados, Raúl y yo, él aún con la penca de sábila en la boca, por un momento no nos hemos movido, como si los consejos y las indicaciones se volvieran completamente ajenas a nuestro conocimiento. Y entonces ha ocurrido.
Dolor.
Me he dejado caer al suelo más por inercia que por verdadera intención, Raúl se ha tirado encima de mí, cubriendo mi cabeza con su brazo, casi asfixiándome contra el suelo.
Hay sangre en mi brazo, no puedo creerlo, las balas perdidas le pasan a otras personas no a mí, los heridos que nunca aparecen en el periódico son fantasmas, seres que en realidad nunca existieron. Pero hay sangre en mi brazo y me doy cuenta de que me he convertido en ese “supiste” en ese “dicen”, un susurro más que la gente se comunicara en murmullos.
Raúl está temblando, su cuerpo aplasta el mío, su mano tirita mientras me sostiene baja la cabeza, no gritamos, estamos ahí sintiendo que nunca en la vida habíamos sabido lo que es el miedo hasta ese momento.
Fueron treinta y tres y los tiraron a la fosa común, no, fueron treinta y tres y los deshicieron en acido, no, fueron treinta y tres y les cortaron a todos la cabeza.
Estamos uno sobre el otro hasta que los tiros dejan de escucharse y aun así nos quedamos ahí un momento más, mi brazo ya ni siquiera duele, ha sido un rozón, me lo repito para creérmelo, ha sido un rozón, me lo limpio con agua, Raúl lo venda torpemente con un pedazo de tela, ni siquiera tengo que ir al hospital.
Fueron treinta y tres y desde entonces la ciudad tiene algo de paz, porque treinta y tres pares de ojos cerrándose el mismo día es mucho incluso para ellos.
Vuelvo a casa y en el camino la gente sigue su vida como si nada estuviera pasando, a pesar de que el cielo azul tiene ahora plomo. No puedo creer que no lo vean, que no se den cuenta que no hay nubes, que la inmensidad se ha pintado de muerte.
Fueron treinta y tres pero no lo digas porque en realidad nadie lo sabe aunque todos lo sepan, no lo digas porque alguien puede escuchar… siempre alguien equivocado puede escuchar.
Treinta y tres y mi madre llora, Raúl lo sabe y la gente lo cuenta, treinta y tres que en realidad nunca existieron porque nadie los llora ni son enterrados, ni tienen familia, casi como si mataras una mosca.
Fueron treinta y tres y seguro el mundo hubiera seguido adelante sin prisas si hubiéramos sido treinta y cuatro.


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